El eslabón más débil por Federico Pavlovsky


Casi cien años después del comienzo de la “guerra contra las drogas”, y por estos días de invierno en Buenos Aires, un joven en una plaza porteña es detenido por la fuerza policial, desnudado, interrogado, evaluado por un psicólogo de la Fuerza, y luego de unas cuantas horas infinitas es liberado. El delito: fumar marihuana en la vía pública (y, claro, tener marihuana en su poder). ¿Un caso aislado? No, van muchos y en aumento. Se observa un clima social que vocifera mayor control, mayor presencia policial. La ilusión que el castigo y la amenaza erradicarán el uso de sustancias parece ser una creencia fuertemente arraigada en nuestra sociedad. Es curioso, porque los experimentos conductuales demuestran bastante bien que el castigo es un pésimo elemento para cambiar una conducta / problema: la persona (o el animal de experimentación) obedece mientras el castigador esté presente y cuando éste abandona el campo, la conducta / problema se mantiene. Sean humanos o sean ratones. En consonancia con la postura de castigo social respecto al consumo de sustancias, en nuestro país han sido tres las leyes sancionadas que sucesivamente han tipificado la tenencia de drogas para consumo personal como un delito: La ley de estupefacientes del año 1929 (Ley 11.331), la formulada en el año 1974 (Ley 20771) y la Ley que rige hasta la actualidad, sancionada en el año 1989 (Ley 23.737). Básicamente todas estas leyes tipifican la tenencia de sustancias como un delito, de tal manera que en forma sintética aquella persona que consume sustancias -ilegales- es un delincuente. La Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN) también ha tenido un protagonismo relevante en torno a esta problemática, ya que desde el año 1978 viene intercalando fallos de carácter opuesto, oscilando en forma ciclotímica entre decretar la constitucionalidad, o no, de la punición de la tenencia. Atentado contra el bien jurídico, la salud pública, versus una acción privada de los hombres, exenta de la sanción de los magistrados, como señala el artículo 19 de la Constitución Nacional. A modo de ejemplo tragicómico de esta oscilación: -1978 -Fallo Covalini: LA TENENCIA ES UN DELITO; -1986- Fallos Bazterrica y Capalbo: LA TENENCIA NO ES DELITO; -1989- Fallo Montalvo: LA TENENCIA ES DELITO; -2009- Fallo Arriola: LA TENENCIA NO ES DELITO. Este vaivén judicial sucede a medida que el cuerpo de los jueces que integran la CSJN se va modificando en relación a la agenda política y los ánimos del país. Actualmente no sería nada extraño alguna nueva sentencia en dirección a la punición. El periodista inglés Johann Hari, en su reciente libro, “Tras el grito “ (Paidos 2015), un éxito editorial traducido a más de diez idiomas, ha realizado una profunda investigación sobre el mundo del comercio de las drogas, y en particular, sobre como los estados combaten esta problemática. Johann Hari explora la guerra contra las drogas que se viene desarrollando desde hace 100 años y señala que la cuna de esta empresa está situada en la década de 1920 en los Estados Unidos. Esta guerra tuvo un mentor, un hombre tan temible como efectivo, que estaba a cargo de la Oficina Federal de Estupefacientes, llamado Harry Aslinger, quien se había lucido en la “guerra implacable frente al alcohol” en el marco de la Ley Seca (1920/1933). Hari señala que Aslinger quizá sea una de las personas más influyentes del siglo XX y menos conocidas. La estrategia de combate cuerpo a cuerpo que entabló junto con sus hombres, contra el alcohol, pronto se extendió a otras drogas como la cocaína, marihuana y heroína. Hari señala que al menos son dos hitos que impulsaron esta “guerra” contra las sustancias y los consumidores: un sentimiento fuertemente racista contra las comunidades afroamericanas y mexicana, que consumían estas sustancias con mayor frecuencia, y un sentimiento de enojo y desprecio para con los adictos. Una de las víctimas emblemáticas que tuvo Aslinger fue Billie Holiday, la genial cantante negra de jazz, adicta a la heroína, que fue perseguida, encarcelada y hostigada hasta su miserable final en una cama de hospital. Holliday cometía cuatro errores al mismo tiempo: ser negra, cantar contra el racismo -más específicamente contra los linchamientos a negros- (como la célebre y censurada “Strange Fruit”), abrazar el Jazz (una música que se consideraba sucia y apológica al consumo) y estar atrapada en la maraña del alcohol y la heroína. Los agentes de la Oficina de Narcóticos hicieron su vida imposible con amenazas y extorsiones de todo tipo. Aslinger quería destruir a la adicción como concepto, y a los adictos como ejemplo material de ese flagelo. El padre de la guerra contra las drogas también fue violento y sádico con quienes intentaron ayudar a los adictos. Persiguió penalmente a médicos (fueron arrestados alrededor de 20.000 médicos) y se clausuraron centros de tratamiento y desintoxicación. Hari señala esta circunstancia como el “mayor ataque legal “cometido contra profesionales de la medicina en los Estados Unidos: muchos pagaron altas multas y otros tantos fueron encarcelados. Un dato interesante de la investigación de Hari es que uno de los “actores sociales” que más apoyaba las ideas del mismo Aslinger era la propia mafia como estructura: nunca fue un mejor negocio lucrar con aquello que estaba prohibido. Desde el comienzo de la prohibición (con la sanción de la Harrison Act 1914) ocurrieron una serie de consecuencias que nos alcanzan hasta la actualidad: se creó el tipo de adicto que en busca de sustancias (en el marco de su enfermedad) se ve obligado a cometer actos marginales y hasta delictivos para satisfacer su necesidad imperiosa de conseguir sustancias que son ilegales; proliferación geométrica de los sistemas de mafias (que producían, transportaban y vendían las sustancias ilegales), y el costo de las sustancias creció cerca de un 1000 por ciento. Hari señala en su libro, “Tras el grito” que hay que tener presente que por un lado tenemos la guerra contra las drogas, en la que el Estado lucha contra los consumidores y, por otro, la guerra por las drogas, en la que los delincuentes luchan entre sí por hacerse con el control del tráfico. La relación para Hari entre la política prohibicionista y los grandes jefes de la mafia del narcotráfico es lineal y reciproca: ambos se necesitan y forman parte de un gran negocio. Hari explica, a modo de ejemplo, el origen de los Zetas, uno de los más importantes carteles del mundo. Sus integrantes fueron parte de un grupo de elite del ejército Mexicano, entrenado en los Estados Unidos, (Fuerte Bragg) para combatir al narcotráfico; pero cuando volvieron a su país, abandonaron el ejército, se quedaron con las armas de ultima tecnología y formaron el cartel. Pese a los aviones sofisticados que sobrevuelan las fronteras, los radares, misiles tierra- aire, perros cocker que revisan los bolsos, enormes scanners, fumigaciones de grandes extensiones con venenos para acabar con los cultivos del adormidera, cannabis o coca; la prisionización de cientos de miles de consumidores en todo el mundo (y algunos pocos narcos, en contraste), el consumo de sustancias legales e ilegales sigue estable, la violencia social relacionada con las drogas más presente que nunca, y los costos económicos de esta guerra, infinita e imposible, en ascenso. Es importante señalar la diferencia que establece Hari en relación a la violencia relacionada con las drogas. Él establece que existe un nivel de violencia producido por la droga misma, el tóxico, pero que éste es ínfimo en comparación con el daño ejercido por los traficantes en términos de, “comportamientos destinados a delimitar, proteger y defender el territorio de la droga en un mercado ilegal”. Este punto de vista es inquietante. Qué pasaría si, ¿todo lo que sabemos sobre drogas es incorrecto?, como se pregunta el mismo Hari en su conferencia TED. ¿Qué pasaría si, contrariamente a lo que siempre hemos creído, la mayoría de las víctimas no son debido al efecto tóxico (real) de las sustancias de abuso, sino a una picadora de carne de dos piezas bien aceitadas: la violencia del Estado y la de los traficantes -entre si y contra todos-? Este es uno de los hechos más significativos que el libro, con vehemencia, quiere dejar en claro. El remedio se ha transformado en algo más grave que la enfermedad. Hari señala que a diferencia de otros delitos, el tráfico de drogas tiene un formato singular, donde no se interrumpe con la detención compulsiva de adictos y dealers. El incremento de las operaciones policiales que “atrapan a un líder narco”, o “a una banda de drogas”, o “secuestran un fuerte cargamento” (siempre con gran difusión mediática y funcionarios de fajina), no alteran en lo más mínimo el volumen del mercado real y de ganancia, pero si desatan olas de violencia entre traficantes que llegan a niveles de sadismo y violencia sin límites. Las decapitaciones, el asesinato de niños y embarazadas, las violaciones, son un ejemplo típico y triste de lo que sucede hasta lograr someter a los competidores. En uno de los campos de batalla más dramáticos de la guerra contra las drogas, la ciudad de Juárez, por donde pasa el contrabando del 90 % de la cocaína que se consume en los Estados Unidos, sesenta mil personas han sido asesinadas en un lapso de cinco años. Ahí los traficantes primero compraron inmunidad respecto a las leyes antidroga, y tiempo después se quedaron con todo el imperio de la ley. Lo que pasa en ciudad de Juárez, si bien es un ejemplo extremo, ocurre en mayor o menor medida en cualquier ciudad del mundo en donde el tráfico ilegal esté presente: las estructuras de seguridad y judiciales (que reprimen a los adictos duramente en la calle) son compradas con el cash ilimitado de los narcos. Para Hari las verdaderas víctimas de la guerra contra las drogas no son los carteles ni la policía, sino la gente que queda en el medio. El segundo gran punto de este libro no tiene que ver con la geopolítica o el narcotráfico, sino trata más bien de echar una mirada sobre la esencia del comportamiento adictivo, de indagar por qué algunas personas se exponen a sustancias y quedan “enganchadas”, y otras no. El paradigma médico y neurobiológico imperante describe que la adicción es una enfermedad del cerebro, y que la exposición repetida a una sustancia potencialmente adictiva traerá como consecuencia el desarrollo de la adicción. Hari no contradice esta postura pero señala que al menos es incompleta a juzgar por la evidencia. Explica que gran parte de la postura, “reduccionista biológica”, obedece a una serie de experimentos que se hicieron con animales a principios del XX. La rata dentro de una jaula, en condiciones de aislamiento, (llamada “caja de Skinner”), tenía como única fuente de estímulo una palanca que al apretarse le administraba una dosis de morfina, y esta rata se auto administraba morfina compulsivamente hasta morir. El modelo de la adicción biológica encontraba un experimento que mostraba a la perfección el carácter malicioso y autodestructivo de las sustancias. Y, de ese modo, forjaba un paradigma que sería fundante de teorías psicopatológicas, legislación regulatoria y también tratamientos para los adictos. Las ratas consumían hasta morir. Y la conclusión fue categórica: esto es lo que la droga hacia en humanos. Pero aquí entra en escena el psicólogo canadiense Bruce Alexander, quien en la década de 1970, observó que esas ratas (las que elegían compulsivamente el agua con drogas) estaban solas en una jaula, sin nada que hacer y aisladas de todo. Este científico creía que la adicción a las drogas estaba menos relacionada con el perfil tóxico de la sustancia de lo que se suponía, y volvió a realizar el experimento, pero esta vez construyó un “parque de ratas”. Éste era un espacio 200 veces más grande que la caja de aislamiento, donde las ratas podían jugar con otras, tener sexo y criar crías, había pelotas de colores, tubos donde introducirse, algo así como el paraíso de las ratas. Y aquí Hari señala que aconteció lo fascinante, en este experimento las ratas prácticamente no bebieron el agua con morfina, no se produjeron sobredosis y ninguna murió. Alexander descubrió que cuando se empobrecía el ambiente de las ratas, éstas empezaban a desarrollar conductas de búsqueda compulsiva de droga, y cuando el ambiente se enriquecía con estímulos variados, las mismas ratas dejaban de buscar la droga. A pesar de las implicaciones del hallazgo (o quizá por ellas) las grandes revistas científicas (Nature y Science) rechazaron su publicación, y el trabajo de Alexander fue subestimado por la comunidad científica, ya que no cuadraba con el modelo neurobiológico estándar, y solo pudo publicar su trabajo años después y en una revista de menor impacto. Los experimentos de Bruce Alexander le sirvieron a Hari para postular que no solo es la droga lo que genera la conducta nociva, sino también, y sobre todo en su concepción, el ambiente. Negar el ambiente es negar que tras la adicción hay un historial de aprendizaje; y eso es negar cualquier posible eficacia de un tratamiento no farmacológico, y anular los factores ambientales esenciales en el desarrollo, tanto de la adicción como del proceso de recuperación. Hari resalta el hecho de que los seres humanos parecen haber evolucionado con una profunda necesidad de establecer vínculos, y esa necesidad de ligazón es esencial para estar y sentirse vivos. Y, explica, que aquellas personas que no pueden entablar lazos saludables porque están traumatizados, enfermos o simplemente golpeados por la vida, entablarán lazos con elementos no saludables que sustituyen ese contacto, sea la adicción a los celulares, el juego patológico, la pornografía o la cocaína. Para Hari, lo opuesto a la adicción no es la sobriedad, sino la conexión. La posibilidad de hacer lazo genuino con los demás, y con la sociedad. Hari advierte que los adictos a las drogas si sobreviven a la guerra contra las drogas, también se enfrentarán con una sociedad, -de consumo alienado-, que los califica como “escoria”, “intratables”, “mentirosos”, “psicópatas”, “personas que deberían morir”, “que no quieren tratarse”, etc. A estas personas enfermas, aisladas y avergonzadas, se las aísla y segrega aún más; se las encarcela, se las estigmatiza, se les impide acceder a trabajos formales y al mismo sistema de salud. Hasta hace poco tiempo el diagnostico de “adicto” era un criterio de exclusión para la inmensa mayoría de servicios de salud mental de la ciudad de Buenos Aires. Para quienes pensamos, como Bruce Alexander y Johann Hari, que la adicción no admite una recuperación individual sino social, este libro ilumina el camino y hace audibles los gritos de las víctimas de la guerra contra las drogas. El libro, “Tras el grito” de Johann Hari, advierte no caer en la trampa respecto a dos cuestiones. En primer lugar, el hecho de sentenciar (en sintonía con el financiamiento y las líneas de investigación predominantes de la comunidad científica) que la clave de la problemática del abuso de drogas es únicamente el efecto de la droga en el cerebro. En segundo término, continuar la guerra contra las drogas en el plano geopolítico, estrategia que ha causado muchos daños, pero particularmente ha golpeado más fuerte al eslabón más débil: a aquellas personas con consumo problemático de sustancias. Como sociedad estamos dentro de la jaula vacía, aislada y desolada; el tipo de callejón sin salida en donde consumir compulsivamente (sustancias o bienes de consumo) seguirá siendo una opción cercana, lógica y deseada, para muchos. Necesitamos construir nuestro “parque de ratas”, donde los lazos saludables y las oportunidades sean escenarios más atractivos que el consumo de sustancias. No hace falta que visualicen bolsas de cocaína o plantas de marihuana, o tablas de LSD, o piensen en la epidemia de sobrepeso, o en Pokemon Go, o en el abuso alienado de alcohol, o en el sonido pegadizo de las monedas en las máquinas del casino, o en chicos fanatizados frente a una pantalla doce horas por día, o en la angustia frente a un celular casi sin batería. Somos el consumo compulsivo. Desde la perspectiva de la salud pública se impone un giro, ofrecer opciones de tratamiento cercanas, amigables y no enjuiciadoras y minimizar los daños, en muchos casos. Donde algunos ven un medicamento salvador o la ilusión de la erradicación de las sustancias psicoactivas de la faz de la tierra (como lo añoraba el padre de la guerra contra las drogas, Harry Aslinger) otros comenzamos a soñar con una sociedad que ofrezca una salida, que otorgue becas de estudio y opciones laborales a los pacientes en recuperación. Un sistema de salud pública que vuelva a conectar a los pacientes adictos a la sociedad y que no los encierre, expulse o ignore. Luego de más de cien años de guerra contra las drogas es necesario sentenciar en forma definitiva que estamos frente a un problema de salud, de salud ambiental. Es imperioso que el adicto se aleje, de una vez y para siempre, de las páginas del Código Penal e ingrese en la agenda social, como una de las grandes deudas que la sociedad tiene con un sector de la población históricamente castigado.
Federico Pavlovsky. Médico psiquiatra.
El eslabón más débil por Federico Pavlovsky El eslabón más débil por Federico Pavlovsky Reviewed by Max Cesoni on 20:19 Rating: 5

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